Una manera eficaz de comunicar el punto de vista adoptado en un libro es citar a un autor prestigioso. Así lo hace P. Larivaille¹ para desarrollar su estudio sobre el Renacimiento: “una época de esplendor, pero no una época feliz” (Eugenio Garin). Aquel tiempo nos queda ahora estereotipado y lexicalizado; mal explicado en las escuelas; pero, sobre todo, lejanísimo y ajeno. Lógicamente, no es así. El Renacimiento es la conformación de lo que somos: lo clásico y lo cristiano unidos por tres ejes: individualidad, mercantilismo y cultura. Pero la aceptación de nuestra personalidad, inevitablemente, va por barrios. O sea, por esquemas de actitud, de pervivencia y de contradicciones.
Uno de los más importantes, esquemas, digo, es el del concepto de Europa y sus maneras peculiares de vivirlo: lo italiano, lo francés, lo español. En el XVI cada país era distinto, manejando una base común, pero gustándose en los arquetipos que definían y conformaban su visión del mundo. Es, por ponerlo en fácil, lo que hace unos años se llamaba marca España. O por ponerlo en viejo, el Spain is different que tanto molestaba a los progres de pantalón acampanado. Esa singularidad no era un asunto baladí, porque aceptar y enriquecer el modelo de vida nacional alienta deseos de continuidad y cohesiona sociedades. Es lo de la unidad de destino, pero sustituyendo destino por cultura, que siendo lo mismo atrae más. En este menester los países fundamentantes de Europa siempre han sido hábiles (los italianos, los maestros). Hasta que con la Ilustración esta esencia se convirtió en un peligro de personalidad e independencia. En algo rancio que debía ridiculizarse. E implacablemente, comenzó a desguazarse todo lo propio característico y cohesionador para implantar la Gran Sustitución: filosófica, cultural, académica, científica, nacional… El siglo XXI anda inmerso en otras: la sexual, la demográfica, la biológica… Afortunadamente, la contradicción entre la urgencia por globalizar un único esquema de sometimiento y la rentabilidad de los modelos nacionales permite que la batalla continúe y que lo individual no esté vencido. Por eso la tauromaquia es el punto maestro de la libertad. Y los bares de pueblo la quinta columna imprescindible.
Otro esquema interesante nos resulta más particular, pero igualmente complejo. ¿Qué es mejor, el pactismo italiano o la santa intransigencia española? Son dos modelos de subsistencia: Italia, con soldados flojos y generales grandilocuentes, tiene que seducir al enemigo y convidarle a pizza. (Se dice que fue más útil para la pervivencia de Italia Castiglione, el mayor influencer de la historia, que los coloristas ejércitos italianos). Por su parte los españoles, siempre receloso ante los que vienen de fuera dispuestos a no comprendernos, mordemos, coceamos y nos empecinamos cazurramente en lo nuestro. Después, vale, compartimos la paella… pero cada cual paga su parte. Modelos de subsistencia y de personalidad cultural. Ni mejor ni peor uno u otro. Desgarrado y divertido a partes iguales. Eso sí, yo creo que no se entendió nuestra respuesta al estúpido debate neoclásico que tanto nos agitó el orgullo. ¿Qué se le debe a España? Pues resistir, cojones. Tener una personalidad no academicista. Entronizar a Pedro Romero, Pepe Hillo y Costillares frente a la Enciclopedia. O sea, que se nos debe mucho. Ojo, hablo de la España y los españoles que se estudian en clases de arqueología moral. Porque lo de ahora pinta turbio.
Un tercer esquema nos sitúa en una constante comercial: la convivencia de la oposición a la tecnología, con el aprovechamiento non sancto de esa misma tecnología. Los talleres de copistas boicotearon la imprenta: lógicamente fracasaron y todo fue una pérdida de tiempo y de caligrafía. En paralelo, unos tipos avispados crearon un buen mercado de pornografía artística. Perseguido, pero floreciente. Suena a muy actual porque forma parte de nuestra más profunda condición humana. Y es que eso de la representación moderna de la vida es muy antiguo.
El último esquema tiene más enjundia. Hubo muchos Renacimientos y todos ellos planteaban dicotomías artísticas, científicas, religiosas. Nos centramos ahora en el que sacudió la condición personal de los artistas. Hubo un primer Renacimiento creativo y libre. Duró hasta que el poder comprendió el peligro. Y, rápidamente, se implantó el segundo Renacimiento, que ya no pudo escapar del poder establecido. A partir de ese momento, el intelectual ya no es libre: debe ser cortesano. Debe participar en la política de prestigio, que literariamente significa decir bonito lo que quiere el amo. Debe contribuir al prestigio iconográfico del monarca, algo que sirve para afianzar la voluntad de los soldados reclutados forzosamente, que sin duda se preguntan ¿si somos los eternos marginados por qué causa debemos combatir? Estamos ante el Renacimiento de la Europa desgarrada por guerras de religión y deuda. Y la cultura del cortesano es la encargada de implantar el pensamiento único en cada bando mediante una cadena de reglas y censuras. Se acabó la dolce vita de pensar sin trabas. Lógicamente, hubo respuesta y resistencia, porque cuando el arte se convierte en adoctrinamiento, si los creadores son decentes llegan reacciones furibundamente individualistas. Una típica fue la huida interior y exterior (muy ligada al retiro campestre); y otra, decisiva, la sublimación del ingenio, la revolución de la palabra y de la creatividad hacia unos derroteros sorprendentes. Y ahí fueron unos valientes españoles sin complejos, a los que el ansia creativa y nacional se les puso chula, los que dieron el primer paso: si no me dejáis ser renacentista, me tendréis que soportar barroco.
Hay una anécdota de Ludovico Ariosto, que pilló los años buenos y el principio de los malos, que ilumina el chasco de los escritores libres. Cuando acaba su Orlando furioso y se lo entrega al cardenal Hipólito del Este (su jefazo), el cardenal lo lee, no lo entiende y le pregunta en corto y por derecho de dónde había sacado esa sarta de gilipolleces. No conozco la respuesta de Ariosto. Pero me la invento: de mi mochila cultural y de mi voluntad creadora, excelencia.
Y al hilo de esta fabulación me invento un grito de combate contra la uniformidad cultural que nos implantan los nuevos cortesanos del control mental: ¡Gilipollez o muerte! Y según vaya la agenda 20 30, tal vez ambas.
- Larivaille, P., La vida cotidiana en la Italia de Maquiavelo, Temas de Hoy. Madrid. 1994



