Siempre grande don Antonio García Bellido¹. Siempre preciso y perspicaz refiriendo y analizando la escasa información que hay sobre nuestros orígenes. Y sobre todo, siempre atento a la realidad personal de los seres que construyen un territorio y habitan una tradición; universo mucho más interesante y sentido que el de la realidad teórico-histórica que se sintetiza en los libros de texto. La primera es decisiva por su vitalidad, la segunda es una convención adecuada a los gustos de los mandamases.
Pero ocurre en ocasiones, que territorio y tradición se ven sacudidos por un cambio en la imago mundi. Son épocas en las que la historia se desboca y la realidad paulatinamente se hace ajena. Cuando eso ocurre, el desconcierto, la rabia y el temor son inevitables. Después viene el acomodo y la reestructuración de los territorios emocionales y de la tradición. También la reformulación de la memoria. En eso andamos ahora los atribulados españoles. En eso andaban antes. Un antes de dos mil y pico años.
En España entran los ejércitos romanos en 218 a C. Y tras ellos, los sabios griegos. Doscientos años después se ha perdido casi todo el saber fenicio y el triunfo del modelo greco-latino es la única realidad asimilable. La única imago mundi funcional. El mundo se abrió a los sabios en dos épocas: Oriente con Alejandro; Occidente con Roma. Y la globalización impuso nuevas normas. Fue implacable con el saber antiguo. Condenó a los pueblos derrotados a la cancelación cultural. Imperio o muerte. Había que darle al césar lo que es del césar y a la gramática latina lo que es de tu cerebro. La supervivencia tenía un precio. Cuando se comprenda de una vez la lengua íbera seguro que aparecen documentos que reflejan el asombro malhumorado de un peninsular castizo ante los cambios que se le venían encima: “Es increíble que en pleno 199 antes de Cristo se diga que las gachas frías con poleo y carne seca no son buenas. Qué sabrán de comida los romanos”.
Malhumor sanador, pero inofensivo; porque el cambio cosmopolita siempre termina por calar, por imponer su día a día. E implacablemente, desaparecen las referencias emotivas, los usos ancestrales, las formas de gestionar tu personalidad; aunque afortunadamente se mantienen otros anclajes necesarios: la geografía, los lazos familiares, algunas diversiones, la semilla rebelde que nos protege de lo “solidario”, y ese algo indemostrable barra inexistente que es el carácter nacional. Decía Estrabón, por boca de García Bellido, que el hispano era proclive “a la disgregación, a la atomización, al cantonalismo regional”. ¡Cerveza en crateras de plata y oro para todos!”, dicen que soltó un político íbero tras aprobar no sé cuál texto.
Claro que no todo muta y se desnaturaliza. Por algún extraño sino, hay tradiciones y matracas que no cesan: los íberos y los celtas castigaban a los gordos. Por razones estéticas, por necesidades bélicas o porque les daba la gana, lo cierto es que había medidas severas para controlar el sobrepeso. Se ve que druidas y dietistas sufren de la misma neura.
Y aún hay más, los íberos se lavaban el cuerpo y los dientes con su orina. Algo que hoy no podemos concebir y nos parece de un salvajismo prerromano… Bueno, científicos chinos han logrado crear dientes a partir de células madre encontradas en la orina; y en la universidad de Ohio, la científica Gerardine Botte se ha especializado en convertir la orina en combustible de hidrógeno; y el doctor Ioannis Ieropoulos, del Laboratorio de Robótica de la Universidad de Bristol, ha desarrollado una forma de cargar los teléfonos celulares con orina. O sea, que permanece lo antiguo aunque disfrazado con el nuevo ropaje tecnológico. Todo vale para solucionar necesidades contemporáneas. Al fin y al cabo, ya lo dice el dicho: quien tiene una próstata tiene un tesoro.
Hubo en aquella España de hace la mar de años un choque cultural formidable, demoledor, enriquecedor, empobrecedor y, sobre todo, de rueda de la fortuna individual. Porque a cada cual le fue de una manera. Unos murieron guerreando, otros pactaron con el conquistador y dos generaciones después su apellido ya vestía toga. Otros se refugiaron en el silencio y la nostalgia. Otros se consumieron en el rincón sin historia de la depresión. Todo cambio de imago mundi genera traumas de conciencia que tienden a mitificar las cosas desaparecidas: costumbres, educación, sabores. Y en correlación implacable, se crea un tribunal de las conciencias que constantemente emite juicios sobre lo nuevo y lo que periclita. Es la lucha de dos mentalidades difundidas: la que afirma que todo tiempo pasado fue mejor y la que se pirra por vivir lo nuevo. A ninguna de las dos opciones le importa tener la razón, se conforman con manejar el sentimiento. Son procesos y sensaciones recurrentes, no cosa de la España antiquísima. En 146 antes de Cristo el mundo griego se postra militarmente ante el romano. A partir de ese momento, lo heleno se convertirá en orgullo libresco, en moda ineludible: “los romanos tienen mejores ejércitos, pero son nuevos ricos culturales; en realidad no saben nada. Los griegos son los depositarios de la sabiduría”. Con tanta eficacia se difundirá este mantra que será Roma ciudad quien salve la lengua griega por razones de pijerío prestigioso. Aunque en el pecado vino la penitencia: Nerón inventará la arqueología griega y comenzará a saquear antigüedades.
El paso del tiempo siempre aniquila nuestras mediocres armas: no se puede detener la realidad con memes. Así que, probablemente, nuestra imago mundi no demasiado futura acomode en el orgullo cultural de español añejo expresiones del tipo: “¡es alguien que escribe sin faltas de ortografía!; “es alguien que tiene más libros que tatuajes”; “es alguien que frecuenta más la librería que el gimnasio”. Y el robot-receptor nos dirá que sí, pero que dejemos la cháchara porque viene el dron medicalizado para hacernos la elastografía por resonancia magnética y la biopsia líquida.
Pero no hablemos de enfermedades, que me pongo malo, y finalicemos con la teología que nos define y nos sostiene: en los vasos íberos ya hay escenas taurinas. Porque una cosa son los cambios en la imago mundi y otra la semilla divina y eternal del ser humano. Por cierto, estoy analizando ahora mismo un plomo íbero… y creo que pone MORANTE DE LA PUEBLA.
- GARCÍA BELLIDO, A., España y los españoles hace dos mil años. Según la Geografía de Strabon (Estrabón) Madrid. Espasa-Calpe. 1976