María Cristina de Habsburgo, destino, aceptación y profesionalidad

 

Romanones¹, además de todo lo que se sabe de él y lo que se le atribuye, escribía ameno. Y tuvo la sensibilidad de estudiar a un personaje sensible; alguien que no nació para ser feliz, sino para engrosar la última (o penúltima) generación de mujeres de casa real educadas para casar con rey, aguantar el peso de la púrpura y acumular silencios.

Es interesante reflexionar sobre algunas pinceladas biográficas de María Cristina de Habsburgo para calibrar la soledad y la emoción callada de una persona que tuvo que lidiar a diario con el desgarro interno. Ahora que la soledad “sensible” de la gente se exhibe en Instagram y la vida se reduce a currículums de pega y biografías falsas, o a exhibir impúdicamente un interior vacío y chillador, es conveniente observar las maneras que tuvo para soportar el cargo, el desamparo del corazón y la mutilación del gusto una mujer que aguantó el tipo con profesionalidad. El destino le adjudicó el color gris como definición. Y ella hizo del destino y del color su vestuario.

De entrada, su función vital, casar con rey, fue definida como una segunda y nada seductora opción. Venía para ocupar el vacío de una reina que queda en la gloria de la copla española (que lo es todo)  y hacer compañía de pompa y circunstancia a un rey interesado en otras camas. De hecho, la reina estuvo a punto de fugarse de Madrid porque no soportaba lo de Adela Borghi, o lo de Elena Sanz, o lo de… Pero se quedó, tragó, peleó, perdió y sostuvo la imagen para la que la educaron. Quería a su marido. Pero no tuvo la posibilidad de estar con él mientras moría. Porque la razón de estado exigió un supremo acto de profesionalidad. De modo que, mientras Alfonso XII agonizaba, la reina fingía normalidad en el palco del Real. María Cristina cumplió con la razón de estado, pero no se lo perdonó a Cánovas.

Años después, tendrá que amputarse la emoción otras dos veces. La reina, prima segunda de los soberanos de la Monarquía Imperial y Real de Austria-Hungría, había estudiado música y tocaba bien el piano. Era una de sus ocupaciones favoritas cuando podía ser mujer y no ser reina. Pero en señal de luto y de respeto, dejó de tocar cuando se perdieron Cuba, Puerto Rico, Filipinas. España lloraba y la reina, en consecuencia, cerró el piano. Solidaridad con tanto corazón herido. La música callada de la patria.

La segunda vez, ya siendo abuela, lo que la sacudió emocionalmente fue una trinchera de sensibilidad, de finura y de absoluto desgarro interno. Una bayoneta de saber estar que permitió la convivencia y alimentó silencios que lo decían todo. Durante la Primera Guerra Mundial, hubo en Palacio una reina madre austriaca y una reina consorte inglesa. Consecuencia exquisita: jamás se habló de los avances de la guerra. Había que alegrarse o entristecerse en privado. Al final, doña María Cristina vio caer estrepitosamente su imago mundi. El mapa de las cosas que ella conoció en la juventud ya no existía. Su familia no reinaba y su país tenía otro nombre. Como guinda amarga, el ducado de Teschen, que era el suyo, al acabar la guerra pasó a “ser” Checoslovaquia.  Previo conflicto sangriento con Polonia. Hasta la geografía se le convertía en algo extraño a la mujer que tuvo que ser otra mujer.

Claro que esto de amputarse las posibilidades le venía de antiguo. Porque María Cristina había sido en su juventud escolar una muy buena alumna, con un gusto y una facilidad notable por las ciencias exactas y la astronomía. Sin embargo,  oficialmente se la consideraba corta. Quisicosas de la opinión pública española. Por cierto, este gusto por las ciencias aplicadas le llevó a patrocinar los proyectos de Isaac Peral. Y cuando medio fracasó el submarino, ella y el torero Luis Mazzantini fueron los únicos amigos que no abandonaron al inventor. La opinión pública se dedicó a desprestigiar su proyecto, porque España siempre tiene a punto un chiste contra un emprendedor. Pero al menos dos amigos permanecieron a flote.

Acabo con una ironía del destino. La Reina, archiduquesa de Austria, princesa de Hungría, Bohemia, Eslavonia, Croacia y Dalmacia, y abadesa de la Institución de Damas Nobles del Castillo de Praga, odiaba los toros. Pero en su vida española pasó esto y sus ojos no supieron verlo: Lagartijo y Frascuelo, Guerrita, Bombita y Machaquito, Joselito y Belmonte,  Chicuelo, Granero, Lalanda, un novillero que se llamará Domingo Ortega. Doña María Cristina vivió las edades más gloriosas del toreo, pero su sensibilidad no estaba hecha para tanta España.

Normal que sobre el dosel de su cama tuviera un crucifijo que perteneció a María Tudor. Hay destinos que coleccionan desencantos.


  1. Romanones, Conde de. Doña María Cristina de Habsburgo y Lorena : la discreta Regente de España. Espasa Calpe Austral, Buenos Aires, 1947

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