Aparentemente, Jacques Levron¹ escribe la historia de un palacio. Pero no es así. Y las inferencias que se vislumbran en las páginas del libro nos conducen, inapelablemente, a uno de los elementos que conforman al ser humano: la atracción por el poder visualizado. Esa pulsión, probablemente ligada al erotismo masculino, que se satisface en la contemplación del triunfador. Y que, si es cierto que va ligada al erotismo masculino, guarda una correspondencia esencial con la vista y la dilatación de las pupilas. Y ya puestos, quién sabe si también está ligada al concepto del ojo del alma (en la faceta que estudian Gracián y la neurociencia: el mundo explicado y codificado a través de la mirada; no en la de las logias, que esa da yuyu). En resumidas cuentas: hay un modo de comprender el mundo que se basa en ver y ser visto. En lucirse y en admirar a quien se luce más. En capturar lo extraordinario con los ojos y tratar de fijarlo en el cerebro para conformar un paisaje emocional con admiratio. Porque debe tenerse en cuenta, que el recuerdo es el mecanismo perfecto para quitarle dinamismo a la belleza y guardar su perfección en una felicidad inmóvil, protectora. Para que nada modifique lo que nos fascinó una vez. Por eso es doloroso analizar con ojos viejos la belleza que nos emocionó en la juventud. Nada real ni dialéctico debe turbar la magia del cuento de hadas. Es muy frustrante descubrir que la Bella Durmiente tiene mal despertar. El video no puede matar a la estrella de la radio.
Con Francisco I el ceremonial impregnó la corte francesa. Paulatinamente, crece el número y el boato de los cortesanos hasta acabar convirtiéndolos en el primer mundo. Acto seguido, alejan de su contexto los problemas reales y se consagran al efecto de pantalla: lo glamuroso refleja lo glamuroso. El lujo sobrepuja al lujo. Una moda deslumbrante devorará a otra moda igual de deslumbrante. Un universo de ricos y famosos arrincona al mercado de las ideas para vivir inmóvil en su felicidad esplendorosa. ¿Existe algo más allá de esta belleza? Sí, la revolución. Pero eso lo aprenderán los nobles franceses 250 años después.
Ese primer mundo fue tan poderoso codificando reglas y atractivos que incluso se pudo permitir una rareza y seguir funcionando al margen de que su testa coronada no estuviera mentalmente allí. Luis XIII fue un buen músico y un aceptable coreógrafo. Le gustaba la intimidad artística con un grupo de amigos. Convirtió Versalles, que era un coto de caza de Enrique IV, en un castillo para hombres. Para hombres con hombres, que se entienda. Dicen que le cundió.
Con el cambio de rey las cosas volvieron a la usanza “normalita”; y el momento más clarificador de este proceso se debe al influencer Luis XIV, que le dijo a la Delfina: “nosotros no somos como el común de las gentes. Nos debemos por entero al público”. Tal vez por eso, entre tacones y pelucas de ventana, el rey crecía 26 centímetros. Y es que la monarquía es ante todo la imagen del rey, ese poder visualizado que permite argumentaciones sobre la grandeza nacional, teorías mojigatas sobre los desequilibrios sociales y, en ocasiones, una admiración sincera. Así que la corte francesa se pobló de pelucas absurdas porque el rey se estaba quedando calvo. No debe sorprendernos tanto poder de imagen. La monarquía inglesa genera en artículos que se venden en las tiendas 2.000 millones de libras al año. En Inglaterra llaman The firm (la firma) a este negocio, y entienden que es un pilar económico esencial para las arcas de la vieja isla pirata. Porque está la fisiocracia, el libre comercio, las teorías de John Locke, las cuatro formas de gobierno, el London School of Economics and Political Science… pero también están las tazas de desayuno con la imagen de los reyes y las latas de galletas de mantequilla del Palacio de Buckingham. Al poder le gusta diversificar su único negocio.
Aquel Versalles convertido en centro de lo memorable nos deja otro detalle significativo: el juego como obsesión, como personalidad, como prestigio visual. Es el trending topic a la Pompadour; la rueda de fortuna con peluca Binnette. Los cortesanos arriesgaban mucho dinero en apuestas y había que ser elegante en la derrota, casi despreocupado. Eso demostraba que tenías tanto que podías perder mucho. Y causaba envidia y asombro. Y se convertía en tema de conversación. Y se alcanzaba la gloria de la fama. Porque la preeminencia era el eje cardinal de la sociedad nobiliaria francesa. Había que exhibir siempre el lugar alcanzado en el escalafón y actuar acorde con esa altura social. Aunque eso inevitablemente supusiera la caída. No había espacio para otra reflexión: primer mundo o nada. Únicamente el triunfo justificaba la existencia.
Y es que, volviendo a las neuro teorías sobre el ojo, la imagen del esplendor atrae al pueblo, que trata de convertirla en un encantamiento que puede poseerse en la memoria (o sea, gratis), y allí quedar a salvo de la realidad y sus problemas. El esplendor es la faceta deslumbrante del idealismo. Algo mirífico que no debe ser perecedero. Los que ponen nombre a todo llaman dismorfofobia a la obsesión por la apariencia, a la atracción por el mundo de los ricos y famosos. Si tú no puedes serlo, al menos puedes desearlo y relacionarte pasivamente con este primer mundo contemplando su imagen, coleccionando su estética. Es una función compensatoria de enorme recorrido. Tal vez porque el triunfo cortesano y el lujo y la belleza que le acompaña parecen un escudo (falso) contra las desgracias, o al menos un estilo memorable de afrontar la tragedia. En el Puente Pevchesky una bomba cae a los pies del zar Alejandro II, él sabe que sus heridas son mortales, por eso sus palabras son tajantes: “¡rápido, a morir en Palacio!”. Es el supremo idealismo aplicado a la teoría del espectador. Los autócratas no mueren en la calle. Los curiosos arremolinados en la acera deben quedar al margen de las páginas de historia. El estilo es el destino. Y esta protección de la fantasía embellecedora el pueblo la valora, porque forma parte de su equipaje emocional, de su doble vida humilísima y discreta, que le permite compensar el día a día. Pero en justa correspondencia, aflora la suprema rabia cuando el pueblo se siente defraudado y las cosas no son como la imaginación formuló e inmovilizó. Vgr. Lo del príncipe Andrés en el asunto Epstein.
De todas maneras, teorías al margen, se sabe que idealismo es sinónimo de chasco. Su planteamiento queda bien en la maqueta mental, pero el oxígeno de la realidad tiende a oxidarlo. Por eso lo de Versalles acabó salvajemente. Y por eso, ahora, signo de los tiempos, aquel esplendor ha evolucionado hacia lo intrascendente. Se ha pasado de los salones de Ninon de Lenclos a los videos de El Comidista. Bienvenidos a la decadencia. El Cordon Bleu era la máxima distinción que otorgaba el rey de Francia. Ahora el cordón bleu son 2 filetes finos de ternera blanca, 2 lonchas de jamón cocido, queso en lonchas (se recomienda gruyere) 1 huevo, harina, pan rallado, sal y pimienta. Congelado te sale a 5’41.
Al final, se ha demostrado que la revolución no es una cuestión de ideología, sino de apetito.
- Levron, Jacques, La corte de Versalles. Javier Vergara editor. Buenos Aires. 1991



