Con qué maestría retrata y disecciona H. R. Carr¹ la vida y los trompicones de la gente de la primera mitad del XIX que tuvo que marchar de su horizonte doméstico para poder pensar en paz y alimentar las guerras. Gente que consiguió un halo de aventura y de prestigio, pero que generó odios de consecuencias decisivas. Y es que a la humanidad le gusta ser víctima de un libro.
El esquema envenenante de aquella época fue “romanticismo para el corazón e idealismo para la cabeza”. Una carrera de velocidad sobre arenas movedizas. Imposible que Europa saliera indemne. Ya que se topaba por un lado con el firme fanatismo de los idealistas: más proclives a matar por su entelequia que a la reflexión autocrítica. Y por el otro lado se vivía el más peligroso anticlímax de la historia: la ilusión revolucionaria romántica condujo en un plis plas a la plutocracia burguesa. Con pocos gestos significativos, el mundo de los ideales del “corazón sincero” claudicó-evolucionó-dio el petardazo ante la sinceridad empírica de las billeteras. Y siguiendo una lógica macabra, la Europa de las acaloradas tertulias de café y del periodismo de combate acabó buscando descaradamente la acumulación de las fortunas. Son coetáneos “el grito de Guizot” y El Manifiesto Comunista. Esta esquizofrenia se la comerá enterita el siglo XX.
Pero antes, se instalará fecundamente en un continuum cultural europeo que ya daba signos de querer desguazar la tradición. Será Inglaterra, en su papel de imperio que lo disocia todo, la encargada de difundir esta nueva mentalidad depredadora. Hay que tener presente que Darwinismo y Marxismo fueron los más importantes productos de la era victoriana. Ambos alzados sobre datos falsos. Y ambos destinados a ser los mayores generadores de autoritarismo de la edad moderna. Es triste, pero es así: las falsificaciones son una de las fuerzas motoras de la historia. No falla: cuando algún neurótico con síndrome de Hubris tiene una idea y se encapricha de ella, se esfuerza para que la gente adopte esa ensoñación como si fuera una necesidad primaria de nuestra biología. Lo más barato, después, es conseguir que un escritor que pasa hambre (perdón por la redundancia) escriba argumentos pintureros que convertirán en mantras las ideas deslavazadas. Y de este modo lo irreal se convierte en lo evidente.
Se ve que, por algún extraño problema de diseño cerebral, la naturaleza y la felicidad humana a menudo se subordinan al devenir de un principio “filosófico” o “científico” que cae en gracia o que “se necesita”. Dictadura del proletariado, acción directa, ecologismo social, determinismo histórico, eugenesia, racismo científico, selección natural, frenología… El impacto fatal de estos axiomas en la cultura se mide en muertos. En millones de muertos.
Pero si el pasado duele, el presente agobia. Porque ahora que ya nadie se cree aquello del fin de la historia y la posibilidad de que la vida sea un parque temático constante, comienza a creerse en el retorno de la estética de los puños y las pistolas, del fuego purificador que arrasa retóricas vacías, decálogos progres antinaturales y políticos canallas. Pánico me da que alguien en algún sitio diseñe un uniforme chulo. Y que algún amargado sin proyecto se vea importante embutido en él.
Y es que la situación de ahora es peor, por menos entusiasta, que la que estudia Carr. La juventud de nuestro atormentado hoy, exiliada de la idea de cultura europea, desposeída de un proyecto humanista que les dé cobijo, carente del respeto por la iconografía de su propio país, inmersa en el desconocimiento de una historia nacional respetuosa, no se reconoce culturalmente en su entorno. Y además no tiene una casa donde poder vivir su yo futuro. Es terrible no descifrarse racialmente, lingüísticamente, folclóricamente, o económicamente en lo que te rodea. Sin la cohesión social humanista que permite aceptar al otro de un modo natural, la cohesión social moderna es convertir al otro en enemigo. Si no se sabe articular un proyecto emocional atractivo para lograr que tu vida valga la pena ser vivida en armonía y cambio, llegan los idealismos violentos que exigen inapelablemente sacrificios humanos. Véase la historia reciente y la menos reciente, por ejemplo. Y su terrible lección: si no se consigue la dignidad en la existencia, la vida se convierte en un huésped que nos incomoda. Y al que se busca desalojar urgentemente.
En una vieja serie norteamericana me gustó este diálogo que no pretendía ser profundo, pero que era exacto.
—¿Cómo conseguisteis acabar con los hippies?
—Les dimos tarjetas Visa.
Sociológicamente irreprochable. Paralelismo casi milimétrico con el proceso que vivió el Romanticismo. Pero, ojo a los bisnietos de los hippies: que han redescubierto el placebo fatal del autoritarismo y de la irreflexión; y han convertido en obsoletos el cumbayá y la tarjeta Visa.
- Carr, E.H. Los exiliados románticos del siglo XIX. Galería de retratos del S. XIX. Anagrama. Barcelona. 2010